Artículo de opinión de JAVIER
LLOPIS, periodista, publicado en el diario Información
Hacía mucho tiempo que el
salón de plenos del Ayuntamiento de Alcoy no albergaba una sesión sometida
a tantas presiones externas. El debate sobre la presentación de un
contencioso judicial pidiendo la paralización del ATE de Alcoinnova se vio
precedido por contundentes comunicados públicos de la propia empresa, de
la Cámara de Comercio y de la patronal comarcal, con los que se intentaba
apretar las tuercas políticas para que no se pusieran pegas al proyecto y
en los que se coincidía en identificar los intereses de toda una ciudad
con los de una firma privada.
A pesar de este estridente
ruido previo, hay que señalar que el acuerdo plenario puede calificarse
como una decisión perfectamente normal: tres partidos, que acudieron a las
últimas elecciones con el firme compromiso de no permitir instalaciones
industriales en la Canal, acordaron hacer las gestiones necesarias para
paralizar un proyecto que incumple estos postulados y como disponían de
los votos suficientes (democráticamente otorgados por los ciudadanos
alcoyanos), acabaron aprobando la medida y pidiendo amparo a los
tribunales. Sorprende la oleada de reacciones apocalípticas y
escandalizadas que se ha producido ante un hecho tan previsible. Lo
realmente extraordinario habría sido que alguien del trío
PSOE/Compromis/EU hubiera dado vía libre a una infraestructura rodeada de
dudas ambientales y de riesgos para el acuífero del Molinar, que entra en
clara contradicción con toda su doctrina urbanística.
Estamos ante la única salida
posible. La actitud de La Española y de la Generalitat les dejaban muy
poco margen de maniobra a los partidos de la izquierda alcoyana, que se
enfrentaban a dos únicas opciones: rechazar el complejo industrial o
aceptarlo, dejándose en la jugada buena parte de su credibilidad política.
La utilización de la fórmula excepcional del ATE rompe las reglas
tradicionales del juego urbanístico, en las que se señala que el diseño de
una ciudad es tarea de su administración local. Se trata de una arbitraria
invasión de las competencias municipales, que culmina con la entrega de un
cheque en blanco a una empresa particular, para que ésta puede planear el
territorio a su gusto y atendiendo únicamente a sus intereses económicos;
creándose de paso un extraño precedente, que permitiría a cualquier
propietario de terrenos decidir sobre su destino, al margen de cualquier
tipo de normativa legal. Se trata de una actuación sostenida
exclusivamente por los discutibles criterios técnicos de la Generalitat
Valenciana; un desprestigiado compañero de viaje, que se ha hecho
tristemente famoso en todo el mundo por su capacidad para permitir los
mayores desmanes urbanísticos.
La negativa de La Española a
negociar ubicaciones alternativas, rechazando la figura de la permuta de
terrenos que sí se ha aplicado en el caso de otras industrias, junto a la
progresiva aparición de nuevos detalles del proyecto aprobado por el
Consell han hecho crecer la sospecha de que no estamos ante un plan
estrictamente industrial, sino ante una operación en la que también se
incluyen importantes elementos de especulación inmobiliaria. Llegados a
este punto, conviene recordar que, además de fábricas, la resolución de la
Generalitat permite edificar en la zona chalés, edificios residenciales y
hasta un complejo comercial; dejando el camino abierto al desarrollo de
una gran área de expansión urbana realizada al margen de todo control del
Ayuntamiento; que mientras nadie demuestre lo contrario, sigue siendo el
legítimo representante de los vecinos de Alcoy.
La falta de puntos de
confluencia en este debate nos ha llevado a una situación cargada de
tintes dramáticos y de argumentos viscerales sin ninguna solidez. Las
instituciones económicas que ahora salen en defensa de Alcoinnova quieren
convertir este polémico proyecto en el último tren para la
reindustrialización de la ciudad, exigiendo para esta iniciativa un
incomprensible tratamiento vip, que la sitúe por encima del bien y del
mal. En su amañado silogismo, se olvidan de una cuestión importante: si
las empresas privadas tienen la obligación de ganar dinero, las
administraciones públicas están obligadas por ley a defender los intereses
de los ciudadanos.
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